lunes, 11 de marzo de 2013

La ciudad que nos negamos a ver


Está ahí afuera. Nos rodea por completo. No podemos seguir ignorando una realidad que hemos eludido durante demasiado tiempo. Una realidad que, en buena medida, es nuestra culpa. Hemos sido demasiado displicentes. Referirse a ella como “ciudad informal”, ciertamente refleja esa ceguera voluntaria. Y, como bien dice el dicho, no hay peor ciego que el que no quiere ver. Abramos los ojos. Es fácil hacer añicos la Gran Misión Vivienda Venezuela. Ni siquiera hace falta saber de arquitectura. El silencio absoluto que se experimenta dentro de una camioneta de pasajeros, cuando en medio de cualquier embotellamiento cotidiano ésta se detiene un corto rato frente a alguna de las obras en proceso en cualquier parte de Caracas, es elocuente. Todos contemplan el espectáculo sin decir nada. Las palabras sobran. El ambiente es casi fúnebre.



Hablamos de debate sobre la arquitectura venezolana bajo el marco de la exposición “La vivienda venezolana”, hoy y mañana” (uno se pregunta qué pasó con el ayer, idea intrínsecamente ligada a la de museo), y ¿Qué hacemos? Reducimos el cacareado “debate” a una vehemente (y frecuentemente estéril) discusión sobre un único edificio. Como si el resto de Caracas no existiera. Y luego, salimos de nuevo a la calle, cómodamente instalados en nuestras propias convicciones. Encerrados en nuestros propios puntos de vista, en nuestros juicios individuales de valor, totalmente convencidos de que sólo nosotros tenemos la razón y todos los demás están equivocados. Y el debate se diluye ante la ausencia casi total de reflexión y autocrítica. Y lo que es peor: la falta total de acción. La desidia de permitir que otros se encarguen de hacer lo que a nosotros nos toca, y el cinismo de criticarlo (o defenderlo) después.



Es lógico que el carácter público de un museo le confiera, al menos desde la óptica de un arquitecto, una jerarquía e importancia superiores, especialmente tomando en cuenta la respuesta que, desde el punto de vista edilicio, se le da a un tema tan álgido y significativo para cualquier arquitecto del mundo como puede serlo el Museo Nacional de Arquitectura de su país natal. Por tanto, dicha reacción de rechazo general es absolutamente comprensible (y compartida) cuando uno contempla la atrocidad erigida en la Avenida Bolívar, a sabiendas de que eso es nuestro Museo de Arquitectura. Más aún, recorrer su interior resulta una cruel experiencia sensorial y espacial. Sin embargo, tal reacción también traiciona nuestro descuido y falta de interés por temas que son nuestra mayor responsabilidad social: la vivienda popular en Venezuela.



Y es que al ciudadano de a pie poco le importa si nuestro museo es bonito o feo, bueno o malo. Sus juicios de valor están basados en otros criterios. Sus prioridades son distintas porque tiene necesidades muchísimo más urgentes. Necesidades que dependen de nosotros, y que no estamos satisfaciendo de manera adecuada. Tenemos entre manos una responsabilidad que hay que asumir de una vez por todas, antes que sea demasiado tarde. Y mientras escribo esta suerte de “mea culpa”, me asalta el temor de que tal vez ya lo sea, y muy dentro de mi espero estar equivocado.



Pedro Noriega Areyán


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